sábado, 19 de octubre de 2019

Hay mañanas en las que te levantas muerto

Como todas las mañanas sin excepción, me tocaba madrugar. Sin embargo, como ocurre algunas mañanas, hoy notaba un enorme pesar en el cuerpo al despertarme.



Un sueño desmotivacional, después de haber estado intentando gobernar el principio de mi sueño, para hacerlo lúcido. Y, como una moto que no conseguía hacerla arrancar, al final mi frontal desistió y experimenté un sueño pesado y convencional. Al despertar no podía mover ni un músculo.

Despertador. Necesitaba encender la luz. Descansé. Luego busqué ponerme algo de ropa. Esperé. Hice alguna clase de avance. Descansé un poco. Luego mi cuerpo me demandó entrar en devaneos. Descansé un poco más. Volví a avanzar un poco. No tenía control de la hora, porque en su tiempo desistí a encender el móvil para que  me despertara. Descansé un poco más.

Fue pasando el tiempo. No opté por acelerar. Descansé un poco más. Todo era fuera de lo habitual. Siempre he sido como un reloj: como si el tiempo empezara conmigo, y la mañana también. Nunca he tenido la necesidad de que se me quedaran pegadas las sábanas. Todo lo más, me habré quedado con las ganas de no despertar. De no levantarme. Las veces que llegaba tarde siempre fue intencionado, o un acto de sabotaje expreso.

Esta mañana me volví a frenar en seco. Necesitaba volver al colchón. No podía avanzar. No había motivos para hacer nada. Nada de lo que hiciera, estuviera bien o mal tendría recompensa alguna - nada vale la pena, aun cuando pretenda verlo así. En un mundo tan aislado, nada tiene sentido, ni una razón por la que empezar la mañana. Y volví a la cama, volví a dormir otro poco.

Entonces recordaba las conversaciones con una médico que me preguntaba: "¿Cómo haces para llegar aquí siempre puntualmente todas las mañanas?". A lo que respondía que yo tenía una ventaja: tenía que andar casi cuatro kilómetros andando y, por tanto, en virtud de la hora a la que salía de casa, podía reforzar la caminata para acabar llegando igualmente a la misma hora.

Para ello había predispuesto ponerme una hora límite como referencia, que consultaría nada más salir de mi casa. Y así saber si debo darme prisa. 

Digamos que esta vez parece que llegaría tarde. Parece que esta vez me habría dormido. Y, total, siendo sábado, sin especiales ventas ¿qué sentido tendría llegar puntualmente a no hacer nada?

Nadie me espera, nadie me reclama ese esfuerzo.

Lo que me acabaría encontrando sería el clásico cliente que busca la manera de tocarte las narices, porque nunca se arriesga a hacer el pavo delante de terceras personas. O acabaría encontrando alguien que, de querer darme una propina, me pondría esa cara que tanto me cuesta tener que reconocer y que, una vez más, me tocaría volver a ignorar.

Así que salí de mi dormitorio y, por curiosidad, observé el reloj de mi cocina. Tenía un cuarto de hora antes de la hora límite. Otra mañana en la que seré puntual. Vale.

Resultado: hasta esta hora este sábado ha sido de mínimas ventas. Me he encontrado con una cliente absurda que lee en mi cara cuando me cuesta recordar los precios que posiblemente la esté timando y que me estresa con su mala fe y sus regateos que nunca en su vida consiguen nada..., pero, por lo demás, otra mañana que no servirá para nada.

He diseñado un juego de cartas al que nunca jugaré porque no tengo amigos, y tengo pensado escribir la segunda parte de mi novela; que probablemente no me sirva de nada ni el hacerlo ni el no hacerlo.

Ciertamente, sé que me pierdo algo, pero no tengo ninguna forma de escapar de esta prisión sin tener que asumir la indigencia.


 

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