viernes, 16 de julio de 2021

No hay fin en la soledad. Y el medio no es convincente. Relato

El árbol de las hermandades es donde se juntaban todas las jovencitas del pueblo. En ocasiones algún mozalbete se atrevía a mirar por ahí cerca, pero las conversaciones cambiaban, se tornaban simplistas, se desviaban de su atención principal.

Existía un punto en mitad del camino, un recorrido largo que conectaba el cementerio con la encrucijada del camino de aventuras con el camino principal. Desde ese punto se podía ver a lo lejos cómo pasaban algunos carros, se observaba el pueblo, los extraños acercarse o marcharse... Era un atalaya desde donde se marcaban los rumbos.

En ese árbol todas las chicas se juntaban y, estando solas, hablaban de los problemas principales del pueblo. El árbol de las hermandades no era un árbol democrático, ahí importaba mucho la antigüedad; por esa razón la hija del porquero encontró en él un buen refugio desde el que comandar las decisiones que había que adoptar en el pueblo. Sobretodo después de que llegara Valentina.

Valentina, al descubrir esa encrucijada no dudó en querer adueñarse de las conversaciones hablando de los mundos que ella había visitado, encantando a todas las niñas contándoles cuentos maravillosos. Eso a la porquina, que era así como la llamaban por su padre, no le hacía mucha gracia. Pero el poder de las historias siempre prevalece al hecho de que hasta entonces la líder había sido ella. Hasta entonces quien sabía todo lo que había que saber de ese pueblo era la porquina, quien conocía los entresijos era la porquina y, claro, eso fue lo que hizo Valentina: aprender de quien más sabía.

El problema es que un pueblo tan pequeño tiene cosas que enseñar, pero sólo un número limitado; y por cada cosa que se enseña una trotamundos como Valentina había visto algo parecido..., o eso era lo que decía. Valentina conocía mundo, y lo que no conocía se lo inventaba. Nada más llegar a ese árbol entendió muy bien su juego y aceptó formar parte de él: quienes más se humillan y más fuerza tienen para dar les acaban reclamando más a esas personas que a cualquier otra. Se convierten en el punto de apoyo.

El árbol de las hermandades era un arbusto con ramas bajas que no habían sido podadas. Las hermanas se sentaban en sus ramas como si fuera un banco y se mecían en ellas, como columpiándose. El árbol tenía ramas más altas, otras más bajas... Habían sitios que se reservaban, otros que eran un privilegio o para invitados. El árbol decía mucho de quienes se sentaban en sus ramas, y él generosamente les daban el sustento de sus historias que se entrecruzaban para enredar a las gentes del pueblo.

Las raíces del árbol llegaban a inundar las ciénagas más oscuras y olvidadas del pueblo, para darle nutrición a la diversión de sus ramajes. Hasta la copa era capaz de trepar la más atrevida de las ideas y hacer disipar cualquier atisbo de aburrimiento. Sin embargo, lo que movía a la porquina no era otra cosa sino mantener su estado de relación social con la gente. Siendo quien era nunca fue capaz de relacionarse con nadie, y la única oportunidad de vivir con gente era siendo aceptada por lo que era capaz de contar.

La maestra de los bulos necesitaba alimentarlos mediante una conspiración continua que, en ocasiones, ella misma alimentaba. Pero Valentina era aún más insidiosa que ella misma, y así fue como se descubrieron. Cuando hablaban de Rosa la espinosa, siempre se reían de su sentido de la justicia, de lo que pretendía hacer con su vida y si sería capaz alguna vez de pillar novio. Rosa, ciertamente, no tenía preocupación de encontrar novio, ni de entrar en esas historias y escaramuzas, pero es porque había tenido la suerte de nacer en el seno de la familia de un alto mercader. Rosa, la espinosa, se podía permitir el lujo de vivir en libertad porque el dinero le permitía ser culta.

- Habla como un chico, algún día dirá que es un chico - decía la porquina.

- Me recuerdo a esas ancianas que nunca consiguen marido y acaban solas - añadía Valentina.

Entonces la espinosa se acercaba al arbusto donde se enredaban sus únicas amigas, y como refugio contra la soledad les preguntó que de qué hablaban...

- De nada... - decían.

Y Rosa, tan pronto se sentaba con ellas, la conversación moría. Tan pronto como hablaba de algo que había leído en algún libro, luego ellas mismas le recriminaban que había un mundo más allá de los libros. Tan pronto como la espinosa decía que había hablado con Ignacio sobre algún tema de interés, rápidamente cambiaban de tema, pues la sororidad no es cosa de hombres.

Así Rosa seguía su camino, atravesaba los parajes hasta llegar al cementerio, donde termina el camino de la aventura y descubrir por sí misma las raíces y la verdadera naturaleza del pueblo. Y, mientras pululaba por esos parajes, observaba cómo los matorrales dejaban entrever la existencia de un recinto donde un ser vivía. Una criatura pequeña que se conformaba con muy poco menaje.

Más allá de los ramajes adonde llegaba el árbol de las hermandades entre los matorrales más ocultos habían criaturas que se escondían. Y observó un niño agazapado. O como un niño, pero más pequeño en estatura para lo viejo que parecía. Rosa encontró entre las esquinas más oscuras, los rincones menos desarrollados, un hueco donde aún podía vivir los rescoldos del abandono de la sociedad, una sociedad que se olvidaba de los niños. Una sociedad donde moría el joven por no ser capaz de dar con el sustento.

Rosa miró con atención, pero no pudo adivinar si el niño era tal, o sólo un ser pequeño. No conservaba los pantalones, pues se conformaba con una enorme camisa que hacía de camisón, y un gorrito que tanto le valía para el verano como para el invierno y le resguardaba de la humedad. Rosa siguió indagando en la explanada, había todo un tesoro de objetos desaparecidos en el pueblo, cosas revolucionadamente olvidadas que conformaban una riqueza en ese ambiente. Lo que para otros es basura, para ese pequeñito era una manera ordenada de vida.

El valor que tiene lo pequeño es grande para los trasgos. Y, con cuidado, de no mostrarse demasiado, se dirigió hacia Rosa para inclinarse ante ella y saludarla. Rosa, bien vestida, había sido vista y visitada por ese señorcito de la noche, admirada en su habitación rodeada de tantas cosas a las que no les daba valor le había robado ¡tantas cosas! Y poco a poco Rosa observó entre sus objetos perdidos el tesoro del chico.

- ¿Qué edad tienes?

Era difícil saber incluso si hablaba su idioma ¿Cómo saber cuál era su estado de salvajismo? Nadie sabía de él, nadie lo tomaba en cuenta..., no existía para nadie. Oficialmente no era más que un rumor que no llegaba lejos.

Contra la versión oficial del conde aún quedan las antítesis de la rumorología popular de la porquina. Tal vez podían sintetizarse ideas que llegaran hasta las profundades del pozo del herrero. Sin embargo, la naturaleza contraria a toda forma inteligible de conversación que suponía la existencia de los trasgos relegaba a ese chaval a ser colocado en la contratesis de toda idea que llegara hasta el pueblo.

Rosa le tendió la mano a esa criatura fantasmal para ofrecerle un hogar.

- No me preguntes porqué lo hago cuando no hay otra cosa que hacer en este pueblo.

Pero duro es el camino de abandonar la única realidad que conoce el trasgo, así que preferirá saltar, echarse hacia atrás, gritar... Así hasta descubrir sus rodillas y piernas más enclenques, por sus pelos bien podía ser un adolescente de la misma edad que Rosa ¿No debía ser ella la que intente evitar relacionarse? Las llagas de la piel del chaval fueron agasajadas con la tierna mirada de compasión de la mujer que no había llegado a conocer nunca meciéndole en su seno. La compasión inundó la calma que el chaval requería para buscar un motivo de querer confiar su futuro en una criatura de mente tan compasiva.

El cuerpo le dijo a Rosa cuál era el pasado, y le ofreció su mano. Los ojos describieron al trasgo cuál sería su futuro en la mente de Rosa, y aceptó.

- Tendremos que ponerte nombre ¿De verdad que no me entiendes?

Rosa, la espinosa, pudo rozar la gruesa mano del trasgo, así como apartar los pelos de su mirada.

- Al fin un corazón puro en este pueblo. No dejaré que nadie te corrompa.

Las mejores armas contra la corrupción es la cultura, así que Rosa planificó el resto de sus días para convertirse en la profesora de ese trasgo y, si bien no podía convertirse en mercader para ayudar a su padre, lo que sí podrá hacer es de mozo de almacén y aprender a ordenar y distribuir las mercancías. Enclaustrándose en un laberinto de tesoros los trasgos son las criaturas más felices del mundo. Entonces los ordenan y los clasifican, les dan valor y los redistribuyen. Todo objeto tiene su valor en su lugar. Toda criatura tiene valor en su lugar.



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