sábado, 25 de septiembre de 2021

Relato. El falso techo.

Todos los castillos tienen un falso techo, una pared que apunta a ninguna parte. Tirando el tabique encontramos huecos que fueron despreciados por el arquitecto. La pared se desborda, por un momento, queremos cuadricularlo todo, y con la morada del conde no iba a ser menos.

Igual era difícil llegar a las catacumbas, como aprovechar los huecos de la chimenea y la ventilación del castillo. Los huecos son muy fácilmente aprovechables para que se vayan los malos olores y así configurar la enorme mansión como quieran sus moradores. Al fin y al cabo, cuando quieres crearte un enorme mundo eso es lo primero que hay que hacer: tienes que montarte tu propia matriz.

Al principio de todo todo se regía por una cierta lógica, y en esa lógica estaba el diseño del arquitecto. Por lo que la propia lógica del castillo era la propia firma del arquitecto. Si se esperaba que en esa estancia debían habitar personas entonces sólo podría configurarse de una manera, y por cómo se ve el arquitecto estaba sometido a ajustar los planos para hacer la estancia habitable.

Por eso habían falsos techos y falsas estancias. Huecos y pasadizos que podían ser aprovechados. Entre pared y pared había un hueco por donde aún se podía mover alguna persona. Eran los rincones de lo no construido, huecos ofialmente no útiles que no computaban de cara al público. Ahí era posible ocultar cajas fuertes, arcones donde ocultar restos de amantes, u otras cosas que sí sean turbias.

Pocos sabían de los secretos del castillo, y cómo acceder a cada recoveco. Los planos oficiales son unos, los planos reales otros. Esos huecos se pintan de negro, y es como si fuera hormigón armado. Pero no, no tiene porqué llenarse de hormigón; las paredes pueden quedar huecas y los pilares seguir sosteniendo el castillo. Donde hay escaleras hay huecos donde empotrar secretos, donde hay chimeneas hay recovecos hasta el techo, donde hay letrinas más vale disponer de respiraderos.

Pero no hay castillo sin un acceso a la montaña, pues el pueblo también tiene su propia maqueta para el conde. Donde hay condado siempre hay personas involucradas, y éstas se modelan según los estereotipos que espera encontrar el conde. Tan pronto como el conde necesita un arquitecto que le levante la casa, o un interiorista que la decore, también necesita un artesano que le levante las maquetas..., un carpintero que le prepare los moldes, o le monte los escenarios.

Esa era la relación que tenía con el forjador de clavos, alguien tenía que ayudarle a diseñar la realidad que viviría el condado entero. De una manera de otra no habría librero si no existiera ese concepto, no habría pescadero si nadie pensó por el que venda el pescado, no habría frutero si nadie activara el puesto de frutas... El conde maquetaba el pueblo en un lugar recóndito, de los falsos techos del castillo, que le lleva a cavernas de la montaña. Y, desde esas cavernas, la arcilla es abundante y se traen las herramientas necesarias para moldear las formas tridimensionales, las casitas de muñecas.

Con pequeños muñecos se representa a cada miembro, de eso se encarga la porcina, tan cuidadosa con sus muñecas. Le pone los ropajes, los peina y les pinta un buen rostro de acuerdo a su carácter. La porcina es demasiado inocente como para que se le escape nada, las personas que son demasiado conscientes de la realidad suelen poner de su parte, con su firma personal. La porcina no, ella no es así. A ella le resbala los comportamientos y los muestra tal como son, tal como manchan la realidad. La porcina, experta en máculas, descubre los hilos de la realidad de cada individuo y los transfigura para que sean visibles para el conde. Su arte poético transfiere la conexión de los individuos a ojos del conde para incorporar sus debilidades a través de los objetos que portan, aquellos que están cerca de sus muñecos en la maqueta.

En la caverna se decide qué es la realidad que observa el conde, se modela y figura para luego él entrar en sus aposentos más privados y urdir las tramas necesarias para mover los hilos de los lugareños. Tirando de unos y soltando otros en la sala del ajedrezado reúne a unos o a otros para activar privilegios o permutarlos. Y todos hacen caso al conde. Nadie se atreve a cuestionar al conde, porque éste es el condado del conde. Y en este condado se mancilla la realidad a partir de lo que se diseña en las cavernas.

Mientras existan las cavernas y los moldes los habitantes nunca serán libres. Los trolls de las cavernas fueron en su tiempo expulsados de ellas y sólo pueden tener derecho a habitar las menos profundas. Algunos trolls habitan en recintos cercanos a las grandes residencias, donde se les permite permanecer sentados, a la espera... Y ante sus espectativas observan pasar los títeres del condado, que se convertirán en la única realidad que vivirán las gentes que decidieron mantener esa realidad posible.

Los trolls, con sus pintas asquerosas, se negaron a aceptar la ley y, mediante caos, dictaron la verdad que les gobierna. Pero los del pueblo prefieren ser maquillados y que esas espantosas criaturas se mantengan a un lado, como resultado de una negociación implícita que trolls y pueblerinos aceptan. Un maquillaje de orden que les permite entenderse. Mientras no desbaraten ese maquillaje tendrán derecho a seguir haciendo lo que vienen haciendo.

Así actúan los visitantes del castillo, respetando los falsos techos; no adentrándose en las cavernas que les son prohibidas. El buen visitante no investiga por los pasillos ocultos del castillo, ni intenta investigar los corredores que ocultan los secretos del clan del conde, la estructura de su gobierno.


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