martes, 8 de octubre de 2019

El techo de cristal de la civilización

Creen los cristianitos, masonitos y criaturitas varias del monstruo espagueti que sus creencias son tan válidas como cualquiera. En esta entrada veré si encuentro una manera de desdecirles..., así como a los esceptiquitos.


 
¡Ay..., entremos en el hotel de las siete, ahora que son las once!

El rock y la música en ocasiones nos eleva hacia lugares repetidos, sitios que no existen salvo en la inventiva popular de una mitología creada artificialmente. Mitología que nos emite sensaciones, sensaciones que supuestamente no deberían de existir - al fin y al cabo somos ateos. Bueno, ante la Muerte y el Ánima hay algo que no podemos evitar ver replicado.

Es entonces cuando mi papel como ingeniero intenta dirigirse a la máquina para que ésta comparta en esencia parte de esa alma. Que el ordenador te diga cosas, en su inercia, y ofrezca un comportamiento que le haga a un ser humano más humano. Es como el papel que desempeña una poesía: el papel está muerto, la tinta no respira ni sufre, pero el comportamiento inercial que tienen obedecen a una interpretación ante nosotros que cocinamos en forma de sentimientos.

Esos sentimientos son un peculiar mensaje al que le damos una autoría. La autoría del mensaje es en donde ubicamos el alma, esa Ánima escurridiza. Cuando programamos un ordenador no es de extrañar que le atribuyamos al programador el ánima creadora. Sin embargo, como ya detalle en mi ensayo Machinery and Ethics, eso no es siempre cierto. Hay que fijarse con atención a los detalles, porque en todo sistema de información hay, cuanto menos, cuatro tipos de autores.

Lo mismo sucede con el ser humano, y el escéptico le quiere quitar hierro al asunto mismo de que está ante un diseño. Un diseño creado quizá por la suerte y la inercia, o un diseño maquillado de evolución - poco importa para el tema del que quiero hablar ahora. Pero el resultado tiene un carácter de diseño que requiere encontrar sus cuatro autores, sus cuatro ánimas. Y es que, como pasaba con los cuatro querubines que reboloteaban alrededor del trono de Dios, al final hay que decidir dónde se ubica el ser: si el trono está vacío y son cuatro ánimas dándole vida o si, por el contrario, las cuatro ánimas conforman un todo como asegura el cristianismo.

Y claro, hasta aquí el cristianito acudirá a la fe para darle sentido a mi texto; yo diré que su fe no será la resolución a una interpretación válida, sino un techo de cristal. La fe en realidad es un arcano de un rol que le atribuimos a los hierofantes, a los papas, a los señores que nos dicen qué es correcto y qué no lo es..., a la conducta moral. Cuando no somos capaces de ver el meme entonces nos vemos sometidos a los designios de dicho meme. Esto ya lo denunció Nietzsche, nada nuevo bajo el sol.

Luego saltará el masonito: de los tiempos más ancestrales, de adentrarse en las pirámides para jugar con los juguetitos dentro de las salas y tratar a los muertos como si fueran muñecas con los que usarán sus juegos de té, se moverán bajo disciplinas en ocasiones sexualizadas, y revestirán sus impulsos de diversión y reificación del alma en procedimientos litúrgicos llenos de contenido. No, señores: sois unos putos pervertidos, y también sois sometidos por otro meme. Habéis puesto la mentira como techo de cristal, vuestro aburrimiento ante la vida, el no comprenderla y asumirla con los vuestros. Tenéis los arcanos ante vosotros pero habéis rechazado el someteros ante los filólogos e historiadores. Anteponéis la tradición de vuestro mundo y la sensación de pertenencia por encima de los ingenieros de mundos. El meme de la pertenencia a un mundo en toda su lógica tiene unas llaves que ayudan a comprender si estamos bajo el techo de cristal o por encima. Si bailamos por encima o por debajo.

¿Se cree el masonito que lo que hace es auténtico sólo porque controla los arcanos? ¿Se cree el cristianito que lo que hace es auténtico sólo porque se deja llevar por la moral?

Luego aparece el esceptiquito que directamente deshecha todo cuanto escribo, que dice que una máquina puede crear música en sus azares, contar historias hermosísimas y enamorar a las personas. Entonces yo le preguntaría qué es el amor y cuál es su vínculo con el amor cortés. Cuándo la dependencia emocional es una enfermedad y cuándo es un acto de amor hermoso. Y claro..., ¿cómo se puede entender cuándo progresamos y cuándo reaccionamos al progreso sin tener unos puntos de referencia objetivos que nos permita darnos cuenta de que las respuestas deben ser constatables?

El techo de cristal del esceptiquito es su amor por la relatividad de las cosas, cuando éstas están más vinculadas de lo que le consta.

Poco a poco nos vemos abocados a tener que formar parte de alguno de esos grupos, porque nos prohiben tener otra clase de discurso, otra clase de lenguaje o ingeniería. Y esto se convierte en un absurdo a medida que nos fijamos que sí existe una literatura y, de ahí, una manera de ver las cosas que una máquina aún no sabe discernir. Y que, para discernirlo, necesitará evolucionar hasta donde el homo sapiens en un momento dado alcanzó.

¿Qué pasará para cuando algún ingeniero descubra las claves necesarias que permitan procesar las sensaciones que generan las historias y las imágenes o experiencias como las viviría cualquier recién nacido, niño, adolescente y adulto? Entonces ese ingeniero habrá comprendido lo que es ser un superhombre y verá el diseño en la vida.

Mientras tanto, en los centros de poder, los religiosos siguen gobernando las pautas: quieren religarse con un deseo altamente reaccionario a la ruptura de los ídolos que ya  no sirven. Mientras el escéptico niega directamente la existencia de tales ídolos.

Al final resulta que no veremos ensayos dirigirse hacia direcciones que nadie querrá aceptar. Es fácil crear cúmulos de poder que controlen los gustos personales y pretendan justificar pequeños islotes de éxito para conformar el techo de cristal de la civilización.

La edad de bronce es la edad de los rústicos, el sometimiento sobre los cosmopolitas. Cuando nos dirigimos a la sociedad debemos partir de los que viven en los extramuros, para invitarlos al centro de la ciudad. El rústico sería, como diría Maquiavelo, el que vive en dependencia de un señor mientras que el cosmopolita sería su misma definición de republicano - que no depende de un Príncipe. Y papel del Príncipe es el de ocupar el papel de ponerse en poder como un déspota, no un dictador, y devolvérselo al pueblo para justificar el acto como un gesto noble.

El dictador es el que le dice al quiere y sabe manejarse cómo hacer las cosas, mientras que el déspota sólo ocupa el mismo poder ante el qu ni quiere ni sabe debido a su visión rústica de la vida. Adentrarnos al interior de la ciudad supone reconocer los artificios de su construcción, ubicarnos en los distintos roles que conforman los muros en toda su lógica, la separación de poderes y el pacto social que suponen para una convivencia consentida por todas las personas.

No es ninguna utopía, se trata, simplemente, de la última Gran Revolución del individuo. De su capacidad de verse a sí mismo en la Historia.


 

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