sábado, 14 de noviembre de 2020

El dios de la lluvia existe.

La estadística es un estudio que trasciende a la capacidad que tiene el ser humano para razonar. Por encima de nuestra intuición, es capaz de argumentar resultados inesperados no fácilmente inferibles por otros lenguajes.

Creo que nadie podría negarme la posibilidad de que puedan haber muchas personas, un contingente, que desde el día en el que nacieron la mayor parte de su tiempo sólo hayan visto un tiempo lluvioso siempre que salían de casa. Es probable que existan lugares donde el clima pueda ser lluvioso la mayor parte del tiempo, igual que hay personas cuya libertad puede verse coaccionada por su salud, por su dinero o por su falta de amor propio.

Así que si jugamos con ese contingente, ¿acaso no sería posible pensar en la existencia de una persona que, llegada a la edad de un adulto, sólo fuera capaz de experimentar al salir a la calle un clima lluvioso? Los requisitos para que se den una circunstancia así sólo es superpoblación y capitalismo.

Estaría bien que, de vez en cuando, nos pudiéramos parar a pensar sobre la existencia de tales dioses: pues son criaturas meméticas que trascienden a nuestra cultura y representan un recurso literario de un poder inconmensurable para darle lecciones a nuestra civilización. El dios de la lluvia no es sino el perfecto proletario: un señor que es víctima del sistema social al que pertenece y no ha encontrado la manera de pensar que podría liberarse de su propia jaula.

Cuando "el burgués" se encargó de hacernos creer que éramos libres en realidad externalizó sus problemas a terceros. Tan pronto como se enorgullece de lo que tiene se olvida de a quién se lo arrebata, y es entonces cuando el perfecto proletario agacha la cabeza y piensa con esa falta de amor propio que quizá sus defectos le sean propios y aplicables por su propio destino.

En cuanto existe un contingente de personas afectadas por la injusticia del sistema siempre existirá un máximo representante que mostrará las vergüenzas de la sociedad aplicadas sobre un ser humano para convertirlo en un completo dios: en un martir. 

Y es esa la sensación que nos debe quedar cuando vemos un indigente en la calle, que hable cinco idiomas. Cuando observemos un niño moribundo en África citando a Platón sin conocerlo. Cuando veamos a un niño muy pequeño de la clase media, con sus zapatos de pequeño burgués, ahogado y tirado en una playa para abandonarlo a su suerte lejos de los cadáveres de sus padres que huían de una guerra que no les incumbía.

Se convierten en iconos de la sociedad, en elementos que son intercambiables como los cromos. Se convierten en referencias para saber cuál debe ser el objeto de nuestro arrepentimiento, o el objeto de nuestra necesidad de cambio para alcanzar la heroicidad. Se mantendrán en el tiempo con los eones, no perderán su rigor y la estadística avalará su existencia en mundos injustos, incivilizados, impropios, ruínes...

Como si fuera una historia vivida por el Principito, el dios de la lluvia encabezará a esos vivos pródigos hacia un lugar donde conformarán el cuerpo del templo del que siempre está insistiendo, del obcecado, del vivo absurdo, el necio, el incapaz, el atormentado, el absurdo, el ¿tonto?, no..., me caen bien los tontos..., el autoembrutecido, el orgulloso de su propia torpeza... Cada criatura viva que pretenda valerse de estos iconos sin sacarles provecho en realidad hará arrodillar a su propia alma por debajo de su falta de criterio.

Esos que dañas, esos que atormentas, esos apartas y que crees que no te afecta..., el dios de la lluvia existe y algún día te lo cruzarás por un camino lluvioso y ni te imaginarás de porqué sufre ese ser por tu culpa.

La estadística es maravillosa.


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