miércoles, 18 de agosto de 2021

Donde no se oyen los retratos. Relato.

El castillo era una mansión olvidada a la que mantenían limpia por una cuestión de orgullo. Estaba llena de salas útiles donde se reponían las flores, e incluso la despensa con comida - aunque no se comiera de ella. Las cortinas eran desempolvadas constantemente y corridas de ventanas que daban a paisajes que nadie disfrutaba. El tono descolorido que daba al sol fue olvidado por el conde, porque tampoco nadie miraba desde el otro lado de la ventana.

Había salas llenas de retratos, de grandes nombres de clanes aliados a la familia del conde, y que con los años muchas de sus anécdotas fueron olvidadas. En la biblioteca aún se conservarán algunas notas de esos tiempos olvidados sólo para el deleite de un nuevo huesped en el castillo. Al propio conde le gustaba tener una historia por contar, un nuevo momento por olvidar.

Mientras pasea por los pasillos recuerda que hay salas a las que sólo habrá visitado algunas veces y, según sospecha, muchas de esas salas puede que jamás las vuelva a usar. La opulencia hace del diseñador del castillo una persona infame e inútil por haber presupuestado esa manera de hacer las cosas ¡Cuántas salas repetidas alimentaban el desdén del conde! ¡Cuántos momentos de saciedad autocumplida! Entonces el montador de escenas era contratado para reconducir un ala del castillo, para sorprender en los viajes de su dominio con una nueva manera de presentar el mundo.

- Y aquí tiene la sala museo, representando el continente africano.

Con sus vitrinas el conde observaba un mundo diverso, ejercitaba su necio cerebro viajando por las salas de su castillo como reflejo del mundo exterior que tenía vedado el resto del pueblo el llegar a conocer. Si el pueblo quisiera salir de las lindes del condado tendría que pasar por las penurias de sus vecinos, una moralidad muy diferente, las habladurías, que todo aquello por lo que te ganaras el pan fueran para ellos mamandurrias. 

El conde proveía y, de vez en cuando, algún pueblerino podría aspirar a convertirse en explorador. Entonces el conde le instruía en sus salas, le regalaba atlas del mundo, le daba unas clases particulares sobre lo que encontraría..., nada que ver con lo que te cuentan los mercaderes. En ese pueblo olvidado su salida tiene un coste. Y para el conde su pueblo no era más que las lindes de su castillo.

Sin embargo, llegada la noche los sonidos se revuelven y el conde suele buscar descanso. Al abrir las ventanas los alaridos escapan por los valles, resuenan en los ecos de las montañas y rebotan en los grandes ventanales. Se cuelan por los huecos de los muros que despejan los olores, que conforman los lugares más secretos del castillo, y purifican las estancias.

Los sonidos humanos claman por la poca humanidad del conde, que busca enclaustrarse en brazos de sus antepasados mientras el remordimiento le reconcome las entrañas. Entonces hay quien lo ve correteando por algunas noches en algunos de los pasillos de su castillo, como una bestia desorientada, ocultándose con su capa, bailoteando con ella como conversando con los cuadros.

Los retratos que miran al conde bailan entre las sombras con él moviendo sus labios en las noches de luna llena especialmente. Entonces parecen decirle cosas al conde, entre los alaridos que resuenan por el castillo, y los bailoteos de la capa del conde que conforma los claroscuros de los retratos. Recuerdan las historias conocidas de esos clanes llenos de hombres extraordinarios para asustar el dueño y señor del castillo.

Pronto llegará la señora condesa, si es que se encuentra en el castillo, y se lo llevará a sus aposentos especiales, donde no se oye ni el rumor de una mosca - pues es en esa zona donde ni lo putrefacto se acerca. Acostará al conde en ese camastro especial, donde los rumores desaparecen, rodeado a su misma vez de paredes de una madera acolchada a la medida de la grandeza del conde. Él pronto le reclamará que cierre su ataud una noche más. A lo que la condesa tan pronto lo tape procederá a buscar los clavos especiales que aún no han sido doblados; los que necesita el conde para conciliar el sueño y así encerrarlo en un silencio más que físico, mortuorio.

En el mundo interior de esa catacumba, que será a su misma vez sellada por una enorme puerta de piedra, yacerá el conde hasta el mediodía del día siguiente. Serias advertencias se leerán para espantar así a ladrones o curiosos, pero ninguna más tétrica como las crípticas palabras que arquean la entrada: "In cryta non habitabit singulari · sed etiam singulari duplex".

Son palabras escritas como una advertencia en ese pueblo, pues los extraordinarios son molestos para el conde. Siempre que alguien demostrara ser bueno en algo nunca sería suficiente para el conde, pues el extraordinario no era más que un pecador, y debía superar una doble prueba: si fuera realmente extraordinario debía superar una prueba aún superior, aún más extraordinaria. 

Así, ante los ojos de un dueño y señor, no es posible progresar si no se ha superado el doble baremo: el que le es propio al individuo por su naturaleza ante el colectivo, y el que le debe al que se cree en derecho de vigilar al colectivo para que se acaten sus derechos innatos. Encerrados por el ejecutivo, éste no le dará valor alguno a lo que ocurre en su condado, pero si se preocupará de expiar sus culpas en la cripta que se ha construido para descansar su gobierno antinatural.

Un pueblo con sus jueces y legisladores no precisa condes, salvo para enclaustrarlo y mortificarlo. El conde sabe que las criaturas de la noche algún día clamarán su venganza y dejarán de temer a su alma inmortalizada en los retratos y bibliotecas del castillo. Esas criaturas clamarán por sus tierras y su trabajo, para incivilizar a las gentes y llevarlas por un camino caótico ¿Cómo sería el mundo si las criaturas de la noche se civilizaran y pudieran ofrecer a cambio algo más que terrorismo?

Poco a poco al conde no le bastarán esos clavos especiales que han sido forjados para su descanso. Poco a poco el conde descubrirá que sólo tendrá descanso cuando descubra la manera de no hacerse valer.


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