jueves, 14 de marzo de 2019

Romperé otro sello

Los recuerdos se desvelan con un triste recuerdo. Mientras el rollo se abre la memoria nos cita sensaciones agridulces que jamás hubiéramos querido tener que vivir. Algo que nos rompe el alma y, al mismo tiempo..., es indescriptible.




Hay que vivirlo para saber qué se siente. La consciencia no se calcula salvo como vivencia, las sensaciones son producto de experiencias que entremezclan sabores diversos.


Me remonto a los últimos meses en los que seguía en mi antigua casa y, por alguna razón que siempre se escapará a mi entendimiento, mi padre adoptó la decisión de exterminar a los gatos que eran alimentados en nuestro patio. Les puso matarratas y los llamó..., según tengo entendido. Sólo puedo imaginarme el espectáculo dantesco de un grupo de gatos vomitando, los varones primero..., unas gatitas se quedaron mirando antes de rehusar comer.

Como era entonces mi cometido, dentro de la contradicción que eso suponía, mi familia me encomienda dar de comer a los gatos (que quedan). Sólo queda una gatita y dos hermanitas pequeñas.

Recuerdo ese gatito salvaje que se atrevía a subir hasta la repisa de mi ventana, para investigar hasta donde era capaz de hacerlo. Las pequeñas conexiones que podían producirse entre hombre y animal eran un cúmulo de pequeños juegos y de intercambio de experiencias muy leves, pero también intensas cuando, desde debajo de la persiana, le acariciaba sorpresivamente para él la pata. Y, a pesar del susto que le suponía, un tiempo después volvía a intentar reconocer ese lugar, con la persiana semi-bajada.

Ahora ya no quedaba nada de ese gatito. Pero veía a su hermana, me miraba mientras dejaba la comida en el recipiente. Yo la miraba a ella y a sus dos hermanas. Se quedaban mirando sin saber si sucumbir al hambre o esperar a algo.

Me agaché e hice el gesto de ponerme a comer las sobras que tenía en el cacharro. Era evidente de que no comía. Pero el gesto era cantoso, pues tampoco los gatos comen como lo fingía yo (con la mano).

La gatita mayor dio algún paso, pero sin terminar de acercarse del todo. Yo procedí a alejarme de la comida. Las otras dos se mantuvieron lejos. Entonces miró a sus hermanas y ellas le maullaron..., no recuerdo exactamente el procedimiento que llevaron a cabo, pero todos los días se fue repitiendo la misma escena: la gata mayor se acercaba, probaba la comida, las otras dos miraban y, un rato después, rápidamente se abalanzaban a comer.

Contando esto ahora me recuerda dos cosas muy importantes: el dolor es la primera gran verdad que no ha sido desvelada aún a la ciencia. La ciencia es capaz de comprender de qué están hechas las cosas, parece que a los griegos eso era lo que más les importaba. Creían que las verdades más importantes que más miedo suscitan al ser humano, el origen del porqué de las cosas, se podría desvelar sabiendo su origen material.

Sin embargo se trata de un sesgo cognitivo que tenemos todos los animales: el origen material no tiene nada que ver con el origen condicional. El verbo ir no representa un viaje al futuro, ni un viaje hacia las condiciones lógicas. Causalidad no encaja con secuencialidad. La inducción es un acto de generalización, no de análisis.

Por eso, hasta que no sabemos lo que es el dolor no entendemos lo que es conectar con otra criatura que también sufre.

Cuando tuve esa experiencia yo, como ser humano, sentí una enorme soledad que sólo puedo imaginarme en aquellas personas que tienen verdaderos motivos para sufrir.

Recuerdo en la universidad cuando empecé a recibir las primeras agresiones continuas del profesor obseso de turno. Mis gritos eran continuos, que me dejara en paz, que tendría que dar explicaciones a la policía..., pero los jueces de Murcia son unos auténticos criminales hijos de la gran puta. Por eso podía seguir acosándome a golpes, a intentar ver si podía agredirme sin volver a recibir el muy imbécil otra hostia, hostia que, según entiendo ahora, disfrutaba.

Así que, de vez en cuando, en la facultad de informática se oían los clásicos gritos de denuncia contra un funcionario u otro que, una y otra vez, volvía a dar señales agresivas. Pero resulta que, por supuesto, tarde o temprano volvía a aparecer el profesor de siempre (que siempre era el mismo), para decirme que cuando fuera agredido que lo hiciera en silencio - que éste era un lugar de trabajo.

Yo pienso que ni mi tecnología y ni mi filosofía puede que no estén hechas para esta época.





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