Tenía en el instituto un profesor de filosofía que contraponía las palabras virtud y vicio. Está claro que cuando se es un cristiano apostólico romano extremo practicante del opus dei lo análogo a la virtud es el vicio, porque el vicio está vinculado con el pecado. Y, claro, ¿qué es lo que nos lleva al pecado? Lo que para el opus nos lleva al pecado es una vida poco asceta; el áscesis es el camino que fortalece la voluntad. Y la voluntad es el amor a Dios, por supuesto.
Y parece que todo cuadra, cuando no.
¿Qué pasa cuando una persona se pone a jugar con el pecado? La idea es que acercarse al charco del pecado forma parte del pecado mismo, porque quien tienta su voluntad tienta su amor a la comunión de Dios. Por tanto, en la mayoría de los preceptos éticos cristianos, si no en todos, y podría ponerme a citar distintos eclesiásticos que han escrito al respecto, se converge que el camino a Dios no debe ser desviado y, por tanto, el que obra a tientas acercándose a un charco que no debe pisar realmente ya entra en pecado.
Ése es el origen que deja sin margen el problema del mal, y que deja en mal lugar a la ética de Bonheffer, así como a la de cualquier cristiano, porque sucumbe en un trilema: ¿acaso el áscesis no es una manera de tentar a la propia voluntad? Es decir, cuando una persona adopta la decisión de autoflagelarse lo que hace es tentar a su cuerpo a pedirle que pare, lo cual sería un pecado. De la misma manera, por cada golpe que se da está dañando a su cuerpo, el regalo de Dios, y un cuerpo insano también es fuente de pecado. Por otro lado, si no se autoinfringe castigos entonces no podrá fortalecer su voluntad para vencer al Diablo. Es el mismo ejercicio de quien se acerca al charco para confrontarse contra el Abismo.
¿Y qué pasa cuando decides confrontar el Abismo? Resulta que te pones a decidir qué está bien y qué está mal. Y ese no es el camino que elige Dios por ti, pues el pecado original consiste en que el individuo decide que por tener virtudes no por ello vivirás sin vicios; esa dicotomía procede de una ley impuesto por parte de un tercero, impuesta supuestamente por Dios.
La toxicidad, por tanto, consiste en reubicar el género oficial a través del cual se analiza la literatura del rito y se pasa a ponerlo en cuestión. Tan pronto como descubramos que el género oficial no está relleno con un martillo que nos sirva de diapasón, podremos reconocer el carácter ficticio de ese género y no darle valor a esos ritos. Es decir, los ritos no tienen porqué entrar en comunión con ningún ente.
Sin ir más lejos, yo como individuo me acerco a un charco, si supero la prueba me vuelvo mejor persona - me acerco a mi ideal; pero si no lo supero sucumbo a mi yo más terrenal ¿Cuál es el problema? Que hay un yo ideal diferente por cada charco, tan pronto como exista una manera de entrar en comunión de mi yo terrenal con otro espiritual existirá un tercer yo espiritual que encaje con otro charco: es el problema del tercer hombre ya presentado por Aristóteles. No tiene sentido plantearse que el rito conecta al individuo con otro yo, salvo que pretendamos creer que existen infinitos yo'es esperando ser invocados espiritualmente. Y esa no es la idea de consciencia trascendente que la gente gusta defender: todos los autores hablan de la consciencia por su idea de unificación, por la idea que hace sentir al yo como si fuera solo uno.
La toxicidad, por tanto, no se puede medir de manera objetiva cuando nos valemos de criterios analíticos o formales. Debe haber un carácter material: el vicio de no seguir un rito debe estar vinculado con un resultado de poca calidad para así llamar virtuoso al que trabaja con calidad. Un ejemplo sería el rito del cirujano que se lava las manos, vinculado con la probabilidad de éxito de su operación y el tiempo de recuperación del paciente. En la medida de que esos valores materiales sean buenos podríamos hablar de las virtudes de un buen cirujano, y atribuirle el código deóntico de las mejores conductas.
Esto nos lleva al planteamiento que expuse en la entrada anterior: ¿qué puede significar que un mensaje emitido es tóxico? Significará que se mezclará lo oficial con lo no oficial, y lo oficial debería estar vinculado con una realidad material que nos ofrece la calidad de vida que vivimos. Si aparece un sujeto vendiendo pseudoterapias empezará a ser tóxico si se intenta hacer pasar por médico, cuando no lo sea. Pero hay que fijarse en la posible virtud del que vende la pseudoterapia no como un medicamento y plasmando la idea desde su campo real: ¿ya podemos decir que no hay nada malo porque no sea tóxico?
Estudiamos la calidad del mensaje, no solo por su toxicidad, sino también si los destinatarios podrían sentirse abocados a replicar el mal ejemplo del sujeto en cuestión y si el sujeto ofrece algo diferente de lo que realmente ofrece: si no te vende certezas tú eres responsable, si para usar la tarjeta de crédito no puedes ser un niño entonces todo es correcto... Al fin y al cabo, ¿qué derecho le asiste al estado el dictaminar qué debe ser oficial? Para que algo sea oficial antes debe pasar por una etapa oficiosa, donde unos pocos empiezan a cuestionar los procedimientos, para así divulgar los resultados correctamente falsacionados. El falsacionismo consiste en poner en contraste una información, si no existe ese proceso entonces no podemos fiarnos ya sea de los errores humanos que comete el ingeniero, el error de percepción teórica del científico o el error ideológico del científico social. Esto es: el falsacionismo nos identifica como infalibles, predictores y neutros.
Será infalible el que tiende a no equivocarse en los cálculos, predictor el que no queda obcecado por su teoría científica y neutro el que no ve manchado su trabajo por los sesgos de su ideología. Tender a no equivocarse, no obcecarse y no ver manchado su trabajo son términos imprecisos, porque no existe la más perfectas de las virtudes en lo que se refiere al falsacionismo.
Sin embargo, a la hora de divulgar existen otras cuatro virtudes más que tienen que ver con la capacidad que tiene el divulgador de transmitir el mensaje lo más limpio posible. Estas capacidades desvinculan al maestro del derecho a tener reconocimiento sobre el trabajo del alumno, porque el trabajo de interpretación de la obra es cosa del que divulga, pero el entendimiento de la misma es cosa del espectador. Por tanto, la virtud para entender la obra no es responsabilidad del director.
Esto último tiene que ver con la máxima toxicidad a la que suele someterse la sociedad: el enfoque de Foucault. La creencia de que el castigo, el áscesis, te eleva y fortalece tu voluntad. Debo considerar que sí me parece correcto que un individuo puede marcarse como meta personal el acercarse a un charco para poder enfrentarse al Abismo; en su ejercicio personal podrá aprovechar para estudiarse a sí mismo y definirse tal como quiera configurarse. Pero un castigo que no sea autoinfringido es, simple y llanamente, una farsa. Porque el castigo, como tal, no puede venir de un tercero salvo de uno mismo.
Por otro lado, ¿qué hacer con el indeseable que se vuelve peligroso? No es una duda, he puesto la pregunta para dejar mal al que quiera planteárselo: las cárceles están primero para apartar al peligro, después se debe considerar la reinserción que no contradiga la ejemplaridad. Por eso, las ideas de Foucault suenan bastante medievales..., aunque me centraré en las cuatro virtudes comunicativas que faltan.
Cuando un buen profesor consigue ser un comunicador, brillante, apasionado y culto tiene los cuatro elementos que permitirá que el alumno obtenga los recursos necesarios para percibir la interpretación. Y eso se consigue cuando se hace interesante lo que normalmente se considera aburrido (comunicador), hace sencillo lo que normalmente es complejo (brillante), es un ejemplo de lo que es tener buena actitud (apasionado) y ofrece un lenguaje apto (culto). A esas propiedades se las atribuimos al agente que divulga, y no a lo que se divulga, porque está vinculado con el agente en cuestión.
Un director de cine que solo hace pornografía no sabremos si es un buen comunicador, si se dedica a copiar lo que hacen otros su brillantez quedará opacada, si es una especie de amargado cuando entra en debate no sabremos si realmente es un apasionado y si no comparte su lenguaje entonces no sabremos lo culto que es. Y esto es debido a que las virtudes no son juicios, en este sentido la cristiandad se equivoca: para el cristiano la prudencia es una virtud, por lo que el que no es prudente acabará juzgado por ello. Sin embargo, las verdaderas virtudes son las que permiten atribuirle una trasparencia a tu trabajo, si no has llevado a cabo trabajo alguno no podrás ser juzgado por lo que no has hecho.
De la misma manera, ¿qué pasa cuando un director de cine consigue transmitir perfectamente una película con una interpretación clara que sea apasionante sobre temas de los que la gente en general nunca quiso documentarse o aprender por sí misma? Pues pasará que si los espectadores no hacen caso a la película no significará nada malo para la dirección, cuando sí para la producción: hay un problema de imagen que no se supo vender - pero la película que ahora no se ha vendido puede que más adelante sí lo haga. Puede que la película esté limpia de toda malicia, puede que el trabajo que ahí se exponga sea un ejemplo de cómo alcanzar las siete virtudes que se describen en este documento..., pero no por ello la gente querrá asumir su papel de público agradecido.
El mérito del entendimiento de una película no está en el director, está en su público.
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