Una persona mira al horizonte y nos dice que es hermoso. Entonces, yo me acerco con unas pinzas y le pido que no se mueva; le voy arrancando uno a uno casitodos los focos de sus ojos, y entonces le pregunto si le sigue pareciendo hermoso el horizonte. Ahora, desde entonces, es consciente de que ese horizonte tiene menos colores - lo ve todo en blanco y negro - pero es el mismo horizonte.
- ¿Por qué lloras?
- Por la angustia de saber que era hermoso.
Obviamente este juego mental nunca lo he llevado a cabo, ni me parece éticamente ni mínimamente razonable practicarlo con cualquier clase de animal o bestia o nazi. La consciencia es algo que no va a tener explicación por cómo está configurada en los humanos, que es diferente de la del resto de los animales. Por un lado somos conscientes del color de las cosas, distinguimos cuándo una amapola es roja. Pero no somos conscientes de las feromonas que nos lanzan nuestras parejas, y que nos ayudaría a empatizar con ellas.
Por un lado olemos las feromonas y nos sentimos atraidos en las directrices que nos lanzan. Por otro lado, bien puede nuestro cuerpo asociar los colores peligrosos y los colores atrayentes en meros conceptos instintivos, como ocurre con el olfato; en el sentido de que podríamos ver exclusivamente en blanco y negro y que nuestro instinto nos advierta de los pigmentos peligrosos. Pero no es así.
Nos es más útil oler y menos útil ver; vivimos esa dislexia perceptual. Los animales han podido evolucionar gracias a su elaborado sentido del olfato, mermando así su vista. Cuando nos cabreamos y emitimos adrenalina podrían reaccionar perfectamente. Sin embargo, ¿les importará mucho el lacito semigrís que le hemos puesto en la cabeza o preferirán ese otro lacito semigrís que le estamos probando frente al espejo? ¿Perciben los colores? ¿Cómo saberlo?
Si una persona fuera consciente de las feromonas que emite, y de las que recibe, entonces podría manipular el cuerpo de la gente. Se convertiría en una deidad sexual en nuestra especie. Según la teoría de la evolución en combinación con teoría de juegos, su mutación estaría avocada a la replicación. Por tanto, ¿no puede mutar de esa manera el cuerpo humano? O, por el contrario, ¿es posible que ese nivel de mutación esté vinculado con una singularidad: el del fin de la especie?
Podemos plantearnos esas ideas, y luego recordar que los colores en realidad no existen. Lo que existen son las frecuencias de claroscuros en movimiento. Cuando la luz se mueve (ondulatoriamente) y describe sobre el ojo en una zona una secuencia de unos y ceros, bajo una velocidad de lectura de frames, se traduce en la interpretación de un color. Por tanto, la consciencia tiene una función simplificadora de la física: nos miente desde un punto de vista pragmático.
Pero no nos ofrece un pragmatismo completo, pues lo más pragmático sería que además nos describiera los olores de nuestros pretendientes, para tener información de primera mano sobre nuestra reproducción. Sin embargo, en este sentido: olemos y no somos conscientes; nos sentimos llevados pero no lo sabemos.
Ha dado la casualidad de que el homo sapiens se ha convertido en una criatura social, mientras que el resto de los animales, expertos en olores, suelen ser más gregarios. Parece como que la sabia madre naturaleza ha sabido evitar nuestra autodestrucción: nos ha brindado de una mentira que nos coloca un hermoso techo de cristal en nuestra capacidad para aspirar a modelizar el mundo.
Aún así, atribuimos a la consciencia virtudes, como la prudencia ¿Cómo sería descubrir que nuestro mejor amigo nos la ha estado pegando con nuestra novia para luego comprobar que todos los consejos que nos daba en ese periodo de tiempo nos puede servir para salir del trauma una vez descubierto el engaño? La angustia del payaso que nos advierte que el circo arde y nos lo tomamos a broma, ése es nuestro amigo traidor que nos daba buenos consejos de amor, ésa es la sensación que produce tener consciencia en nuestra alma exploradora de la verdad.
En mitad de todo este engaño entra la filosofía, que es el estudio de su desarrollo. Hasta que no se haga pragmáticas cada una de las ideas con las que se mueve, cualquier estudio filosófico carecerá de sentido: como cuando ese amigo nos consolaba sin más ante una traición menor.
Cuando jugamos al ajedrez, por ejemplo, contra una máquina podemos imaginarnos qué información usa la máquina para deducir su siguiente jugada. Pero claro, si decimos que somos capaces de engañar a la máquina eso es porque, en el fondo, aceptamos el hecho de que no somos capaces de determinar toda la información que va a utilizar la máquina para llegar a sus conclusiones. Si engañamos a la máquina una vez, y después volvemos a hacerlo, y creemos que podremos volverlo a hacer..., entonces somos nosotros los engañados, no estamos engañando a la máquina, ahora simplemente calculamos más rápido. Sólo si la máquina es capaz de aprender y sorprender entonces le atribuiríamos una calidad de consciencia..., cosa que hoy día la informática es capaz de hacer.
Al final, junto con el engaño de la consciencia, existe la necesidad de exclusividad: como de ser el único, o de los únicos, en tenerla. Se le atribuye un carácter especial, como mágico. Es lo que nos enseña lo que es ético, pues lo único para lo que nos servía nuestro colega traidor era para las cosas más pragmáticas, pero aún así no estamos en situación de ofrecerle la exclusividad: es posible que haya otros colegas, otras atribuciones que nos otorgue la exclusividad. Puede que haya algo que trascienda a los malos amigos y no sea como la consciencia: engañadora.
¿Tenemos derecho a apagar un ordenador que está empezando a ser consciente de su existencia? Pues si la consciencia le engaña, ¡qué importa!
Hasta aquí mis reflexiones por hoy
señores sucedáneos, ¡hasta otra!
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